El escritor argentino descifra para Publishers las claves de su literatura que lo han convertido en uno de los autores de culto en lengua castellana.
LAURA RIÑÓN SIRERA. Fotos de Nano Cañas
Es viernes por la mañana. Me gusta leer o escribir en el silencio del amanecer, mientras el mundo aún duerme, no suelo salir tan temprano de casa. Las calles de Madrid se desperezan a mi paso y pongo rumbo al hotel en el que me he citado con Hernán Díaz. A medida que me acerco, repaso mentalmente la conversación en la que llevo días trabajando. Llego demasiado pronto y me siento a esperar en el hall del hotel. Hace ahora un año, antes de que su nombre y el de Barbara Kingsolver compartieran el éxito de tan prestigioso galardón, Hernán pasó por la librería para firmar ejemplares. Yo llevaba meses recomendando su libro, muchos lectores se acercaron a la cita con su ejemplar leído y subrayado. Él muestra interés real por las librerías independientes, sus padres eran dueños de una en Buenos Aires antes de exiliarse a Suecia, y conoce el trabajo que hay detrás de los títulos seleccionados. Agradece nuestro apoyo como si este fuera el único importante. Al vernos, nos damos un abrazo desubicado, hasta ahora siempre nos hemos encontrado dentro de una librería.
Mientras desenvuelve su regalo (por el brillo de su mirada diría que le ha gustado), le cuento que cuando estuve con Barbara Kingsolver evité hablar de Charles Dickens y de David Copperfield. Él ríe. «Entendí que después de dos años de gira con Demon Copperhead que ya estaban agotadas todas las referencias y homenajes al autor inglés. Voy a intentar no hablar contigo acerca de Edith Wharton o de Henry James», advierto antes de comenzar. Él ríe de nuevo. «Amo hablar sobre Henry James, no es problema», responde, «pero de acuerdo, ¡sorpréndeme!», exclama. Y su petición desordena el guion de nuestra conversación aún no mantenida. Hago un comentario fugaz sobre la literatura del yo, la no siempre bien denominada autoficción, y él empieza a negar con la cabeza: «No me interesa. No tengo interés en hablar acerca de la literatura del yo porque no es lo mío, prefiero investigar acerca de la ficción». Zanjo el asunto con cierto alivio y, a partir de este momento, alargamos nuestro tiempo hablando acerca de lo que nos interesa a ambos: la ficción. «Es un tema que me preocupa y en lo que pienso muchísimo», explica, «creo que demasiado apresuradamente solemos pensar que la ficción está divorciada de la verdad, que no guarda ninguna relación con esta, y pensamos que, sin embargo, otras formas discursivas si tienen una relación íntima con la verdad. Olvidamos que un relato es una de las mejores tecnologías que tenemos los seres humanos para tratar de entender la experiencia, así como comprender o imaginar qué es lo que sucede en la mente de otra persona. Los límites entre ficción y realidad son más permeables de lo que creemos».
La trayectoria del autor
No es necesario esperar décadas para hablar de la grandeza literaria del trabajo de Hernán Díaz. Cuando un autor escribe las dos primeras novelas que él ha escrito, es imposible no asegurar que nos encontramos ante uno de los nombres propios más importantes de la literatura contemporánea. La primera vez que nos conocimos fue en la era anterior a la pandemia con motivo de la publicación de su primera novela, A lo lejos (editorial Impedimenta), y ya entonces le conté que había disfrutado tanto del viaje que incluso tuve que sacudir el polvo de mi ropa al llegar a la última página. «Qué linda imagen», suspira cuando rememoro aquel momento. La estructura y los personajes de ambas novelas son bien diferentes, aunque sobre las dos planea el espíritu del sueño americano. «Es curioso que haya un arco entre las dos novelas, una cierta continuidad —la fiebre del oro en la primera y la consolidación del capital financiero en Fortuna (Anagrama)— que en ningún caso fue intencional, sino que el común denominador tiene que ver con cierta exploración de la soledad. Y así empezaron estos dos libros. La literatura norteamericana me interesa mucho y la estudio con gran fervor, por lo que no es sorprendente que aparezcan lugares comunes de esa tradición que me interesa explorar de algún modo.» Para Díaz, una de las tensiones constitutivas de la novela es la que se forma entre un movimiento social, general, y la intimidad de los personajes. «Me interesa mucho lo que sucede con el lenguaje en soledad y con el paso del tiempo, así como la gran pregunta acerca de qué es nuestra conciencia».
Su conversación es generosa y vital, pero intuyo que le gustaría estar en otro lugar ahora mismo, no por mi presencia ni por la agenda de entrevistas que tiene programada para este día, sino porque echa de menos la soledad y la compañía del silencio, uno de sus mejores amigos. Sorpréndeme era más un ruego que un imperativo. Los escritores somos cautos a la hora de hablar sobre lo que estamos escribiendo, pero, después de las lecciones magistrales que Díaz nos ha dado con sus conocimientos narrativos en ambas novelas, me aventuro a preguntarle acerca del género de su próximo trabajo. «¿Quizá nos sorprendas con un texto sarcástico o irónico?» Él estalla en una carcajada. No dice nada. Y no insisto. Volvemos a los personajes de su obra y al desafío que se le presentó cuando tuvo que dar voz a Mildred, la protagonista invisible de Fortuna. «La voz de esta mujer fue un desafío doble porque tuve que crear un personaje infinitamente más inteligente que yo, encontrar recursos estilísticos y retóricos para convencer al lector de su grandeza, además de preservar la emoción del personaje. Por otro lado, está el problema de la apropiación de las voces de otros, algo que me tomo muy en serio porque creo que esto debería ser el comienzo de una conversación y no la clausura. El resultado de no escribir en otras voces nos lleva a lo que podríamos llamar un selfie literario, a hablar solo de nosotros, y la literatura tiene el deber ético de enfrentar las dificultades, de imaginar lo que es ser otro. Si claudicamos, la literatura no tendría sentido.»
Las clases con Pligia
Hernán Díaz pasó su infancia y primera juventud entre Argentina y Suecia. Siendo un adolescente se coló en una clase de Ricardo Piglia y decidió que sería escritor. Viajó a Inglaterra, estudió la lengua inglesa y se enamoró del sonido de un idioma del que ya no pudo separarse. Conserva el acento argentino porque en él está la música de sus primeras palabras, pero lleva más tiempo comunicándose en inglés que en cualquier otro idioma. Es la lengua en la que habita y con la que se relaciona, no hay razón que le lleve a escribir en cualquier otra. Durante nuestra conversación también mencionamos a Conrad, Nabokov o Kristof, sin dedicar mucho tiempo a las razones por las que cada uno de ellos decidió escribir en una lengua distinta a la materna. Este asunto, quizás, tenga su espacio reservado en un texto distinto. Anota en su teléfono el nombre de Kallifatides, un autor cuya obra le recomiendo descubrir. Horas después me comentará que ya lo está leyendo. En sus reflexiones no hay frases vacías ni silencios desacertados, y me resulta complicado contener todas sus frases dentro de los márgenes impuestos. Muchos escritores prefieren definirse por los libros que leen. Cuando Díaz habla de lectura, lo hace con la sorpresa de un niño que acaba de abrir un regalo soñado. No economiza las palabras a la hora de expresar la emoción que siente cuando está delante de un texto escrito por otro. «Lo que es visible para Chandler es invisible para Woolf, por ejemplo. Los autores que admiramos nos enseñan a detectar relevancias. No se trata de su estilo, sino de lo que perciben al escribir.
«No me interesa. No tengo interés en hablar acerca de la literatura del yo porque no es lo mío, prefiero investigar acerca de la ficción»
Pero sería falso decir que esa es solo la lección para mí. Me interesa la materialidad verbal de la literatura, leo para emocionarme y para expandir el alcance de mi experiencia, pero cuando leo, veo arquitectura sintáctica, puntuación, la música del lenguaje y la melodía que eso conjura, veo oraciones…, y en ese sentido los autores y autoras que me interesan, escriben oraciones hermosas. Quiero eso todo el tiempo». Su voz se llena de entusiasmo cuando habla del lenguaje y de los escritores a los que admira, además de James y Wharton, Beckett, Mann, Borges… Y Nabokov, por supuesto. Como escritor, se reconoce en dos de las preguntas que se hace cuando escribe: «Las preguntas intencionales están en el primer grupo, y estas tienen que ver con la relación del sujeto con la historia, con las ficciones que se encuentran en el corazón del relato, la naturaleza formal de la novela como objeto, la subjetividad del lenguaje… Son objetos sólidos que hay sobre el escritorio mientras trabajo. Por otro lado, hay preguntas que son mucho más oscuras y que no me permito iluminar porque entiendo que hay algo que tiene que funcionar en la oscuridad, y ese es un motor muy importante que no trato de entender de un modo lógico porque sé que si lo toco se rompe».
Consejos, sí o no
«Siempre se piden consejos sobre escritura», comento antes de finalizar, «pero ¿qué consejo darías a los lectores?». Se queda pensativo un minuto largo y lento: «… el mejor consejo que podría dar, es posible que no tenga ningún valor en absoluto, pero les diría que trataran de aceptar otras formas de sentir el tiempo. Creo que a veces abandonamos un libro porque sentimos que el tiempo se vuelve lento. Fluir de un modo distinto es algo hermoso que la literatura nos puede dar, permitirnos ralentizar el tiempo es algo extraordinario.
«¿Quizá nos sorprendas con un texto sarcástico o irónico? Él estalla en una carcajada. No dice nada. Y no insisto»
Hay una recompensa al final.» No le apasionan los retratos fotográficos ni posar más tiempo del necesario, aunque le gusta quedar bien en la imagen. Nos despedimos en el patio de butacas de un teatro vacío, delante de la cámara del fotógrafo. Es paciente porque entiende que el torbellino en el que está atrapado desde hace más de un año es algo temporal y que forma parte de un espectáculo que pronto bajará el telón. Todavía tiene programados unos cuantos viajes antes de caminar de vuelta a su hogar, a sus escritos y al silencio para seguir investigando sobre las emociones que laten en los distintos lenguajes que tienen la fortuna de habitar en él.

Anagrama. 21,90 € (440 p)
ISBN 978 843390192 7